GIORGIO AGAMBEN
En mis anteriores intervenciones he evocado varias veces la figura de la nuda vida. Me parece, de hecho, que la epidemia muestra, más allá de cualquier duda posible, que la humanidad ya no cree en nada más que en la nuda existencia que hay que preservar como tal a cualquier precio. La religión cristiana con sus obras de amor y misericordia y con su fe hasta el martirio, la ideología política con su solidaridad incondicional, incluso la fe en el trabajo y el dinero parecen pasar a un segundo plano en cuanto la nuda vida se ve amenazada, aunque sea en forma de un riesgo cuya magnitud estadística es lábil y deliberadamente indeterminada.
Ha
llegado el momento de aclarar el sentido y el origen de este concepto. Es
necesario recordar que el ser humano no es algo que sea posible definir de una
vez por todas. Es más bien el lugar de una decisión histórica incesantemente
actualizada, que fija cada vez el confín que separa al hombre del animal, lo
que es humano en el hombre de lo que no es humano en él y fuera de él. Cuando
Linneo buscó para sus clasificaciones una marca característica que separara al
hombre de los primates, tuvo que confesar que no la conocía y acabó colocando
junto al nombre genérico homo solo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum,
conócete a ti mismo. Este es el significado del término sapiens que Linneo
añadirá en la décima edición de su Sistema de la naturaleza: el hombre es el
animal que debe reconocerse como humano para serlo y, por lo tanto, debe
dividir —decidir— lo humano de lo que no lo es.
Se
puede denominar máquina antropológica al dispositivo a través del cual se
implementa históricamente esta decisión. La máquina funciona excluyendo del
hombre la vida animal y produciendo lo humano a través de esta exclusión. Pero
para que la máquina pueda funcionar, es necesario que la exclusión sea también
una inclusión, que entre los dos polos —lo animal y lo humano— haya una
articulación y un umbral que al mismo tiempo los divida y los una. Esta
articulación es la nuda vida, es decir, una vida que no es ni propiamente
animal ni verdaderamente humana, pero en la que cada vez se decide entre lo
humano y no lo humano. Este umbral, que pasa necesariamente dentro del hombre,
separando en él la vida biológica de la vida social, es una abstracción y una
virtualidad, pero una abstracción que se hace real al encarnarse cada vez en
figuras históricas concretas y políticamente determinadas: el esclavo, el
bárbaro, el homo sacer, al que cualquiera puede matar sin cometer un delito, en
el mundo antiguo; el enfant-sauvage, el hombre-lobo y el homo alalus como el
eslabón perdido entre el mono y el hombre entre la Ilustración y el siglo XIX;
el ciudadano en el estado de excepción, el judío en el Lager, el ultracomatoso
en la cámara de reanimación y el cuerpo conservado para la extracción de
órganos en el siglo XX.
¿Cuál
es la figura de la nuda vida que está en cuestión hoy en día en la gestión de
la pandemia? No se trata tanto del enfermo, al que se aísla y se trata como
nunca se ha tratado a un paciente en la historia de la medicina; se trata, más
bien, del contagiado o —como se define con una fórmula contradictoria— del
enfermo asintomático, es decir, de algo que cada hombre es virtualmente,
incluso sin saberlo. No se trata tanto de la salud como de una vida que no está
ni sana ni enferma y que, como tal, por ser potencialmente patógena, puede ser
privada de sus libertades y sometida a prohibiciones y controles de todo tipo.
Todos los hombres son, en este sentido, virtualmente enfermos asintomáticos. La
única identidad de esta vida que fluctúa entre la enfermedad y la salud es la
de ser receptor del hisopo nasal y la vacuna, que, como el bautismo de una
nueva religión, definen la figura invertida de lo que antes se llamaba
ciudadanía. Un bautismo ya no indeleble, sino necesariamente provisional y
renovable, porque el neo-ciudadano, que siempre tendrá que exhibir su
certificado, ya no tiene derechos inalienables e indecidibles, sino solo
obligaciones que deben ser incesantemente decididas y actualizadas.
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