Tomado y adaptado de: De Quincey, T. (1999)
El
primer gran filósofo del siglo diecisiete (si exceptuamos a Bacon y Galileo)
fue Descartes, y si alguna vez se dijo de alguien que estuvo a punto de ser
asesinado habrá que decirlo de él.
La
historia es la siguiente, según la cuenta Baillet en su Vie de M. Descartes,
tomo I, páginas 102-103. En 1621, Descartes, que tenía unos veintiséis años, se
hallaba como siempre viajando (pues era inquieto como una hiena) y, al llegar
al Elba, tomó una embarcación para Friezland oriental. Nadie se ha enterado
nunca de lo que podía buscar en Friezland oriental y tal vez él se hiciera la
misma pregunta, ya que, al llegar a Embden, decidió dirigirse al instante a
Friezland occidental, y siendo demasiado impaciente para tolerar cualquier
demora, alquiló una barca y contrató a unos cuantos marineros.
Tan
pronto habían salido al mar cuando hizo un agradable descubrimiento, al saber
que se había encerrado en una guarida de asesinos. Se dio cuenta, dice M.
Baillet, de que su tripulación estaba formada por criminales, no aficionados,
señores, como lo somos nosotros, sino profesionales cuya máxima ambición, por
el momento, era degollarlo.
La
historia es demasiado amena para resumirla y a continuación la traduzco
cuidadosamente del original francés de la biografía: “M. Descartes no tenía más
compañía que su criado, con quien conversaba en francés. Los marineros,
creyendo que se trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que
llevaría dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que no era en modo
alguno ventajosa para su bolsa. Entre los ladrones de mar y los ladrones de
bosques, hay esta diferencia, que los últimos pueden perdonar la vida a sus
víctimas sin peligro para ellos, en tanto que, si los otros llevan a sus
pasajeros a la costa, corren grave peligro de ir a parar a la cárcel. La
tripulación de M. Descartes tomó sus precauciones para evitar todo riesgo de
esta naturaleza. Lo suponían un extranjero venido de lejos, sin relaciones en
el país, y se dijeron que nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero
cuando desapareciera”. Piensen, señores, en estos perros de Friezland que
hablan de un filósofo como si fuese una barrica de ron consignada a un barco de
carga. “Notaron que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo por la gentileza
de su comportamiento y la cortesía de su trato, se imaginaron que debía ser un
joven inexperimentado, sin situación ni raíces en la vida, y concluyeron que
les sería fácil quitarle la vida. No tuvieron empacho en discutir la cuestión
en presencia suya pues no creían que entendiese otro idioma además del que
empleaba para hablar con su criado; como resultado de sus deliberaciones
decidieron asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el botín”.
Perdonen
que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre de que recuerdo esta
historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Una de ellas es
el pánico de Descartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, ante
el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de
bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que, si los
mastines de Friezland hubieran estado “a la altura”, no tendríamos filosofía
cartesiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario